José Maya nos eleva a un mundo surreal en el cierre de Suma Flamenca

Cuando José Maya se pone en modo creador, cualquier cosa puede pasar. No solo porque el artista es un ser polifacético: domina el baile desde su adolescencia, es un aficionado a la literatura y las antigüedades, declarado amante de la pintura y por si fuera poco, es también coleccionista de obras de arte clásicas. Casi nada.
Con tantos mundos que, aunque suenen similares tienen sus propios y distintos matices, no nos extraña que su último espectáculo haya resultado tan conceptual y lleve un Color sin nombre.
La elección era nuestra. Podíamos engancharnos o no a este universo surreal que el bailaor nos ofrecía en la última noche de Suma Flamenca. Yo elegí entrar. Desde el minuto uno, era evidente que el artista no iba a ofrecernos un espectáculo más. La energía era distinta, el enfoque diferente y la historia… la de cada quien.
Un escenario dispuesto de manera circular, con puntos de enfoque a manera de estrella pentagonal, donde los artistas iban marcando terreno con peso propio. En un lado, el poderío de la percusión del genial Lucky Losada, desafiaba a tres titanes que equilibraban al otro extremo: Joni Jiménez, Baťo Hangonyi y Human Hamumi: guitarra, cello y kanun árabe, respectivamente. Duelo parejo y sin perdedores.
A semejante formación, José le añadió tres reinas: Sandra Carrasco, que como ya es costumbre, nos llevó como le dio la gana por los rincones del sentimiento; María Mezcle, que emocionó y giró palos y tiempos a su manera, y Sara Cano, que nos elevó en una comunión absoluta entre el flamenco y la danza contemporánea sublimada por un acompañamiento morisco.
Entre tanto tesoro, destacó el brillo propio el del gran Rafael Jiménez Falo, con esa voz tan suya, que nos hace dudar si estamos realmente en estos tiempos tan modernos, como esos donde una pantalla gigante nos cambia el sentido de una farruca, agita el fandango o eleva hasta el infinito unas alegrías.
Esencias a todo color
Desde el paisaje más desolado, donde ya no cantan los ruiseñores hasta el torbellino acompañado de truenos, la protagonista virtual reflejaba un constante universo con manchas de colores y formas diversas, a veces flotando libres sobre superficies imaginadas, haciendo honor al artista que inspiró este diálogo de artes, Mark Rothko, uno de los maestros del expresionismo abstracto.
Esto, según se mire, puede restar o sumar a la “pureza” (si aún existe ese concepto) del flamenco. Hay quienes salieron del espectáculo con caras de intriga, como despertando de un sueño que no terminaban de comprender. Otros, continuaban elevados hasta ese universo onírico cargado de energía, al que quizá cada quien le puso significado propio… por algo no tenía nombre.
Eso sí, satisfacción sí que hubo entre los más fieles seguidores de cada paso que da el bailaor madrileño que dio vida a esta pieza. No faltó el cante del Joselillo, tan verdad y visceral. No faltó interpretación con jondura, ni entrega al mil por cien.
Una apuesta por la modernidad siempre es un riesgo cuando se mide con varilla de palo fijo, y eso en el flamenco, pasa mucho. A diferencia de otras recargadas propuestas donde lo esencial se invisibiliza a los ojos, pero por las razones equivocadas, aquí se plantea una danza común desde muchos tiempos y espacios del pasado y del futuro, desde la razón y la imaginación. Una propuesta donde en todo momento el protagonista no pierde de vista su propia verdad y la entrega en carne viva… y eso, al final de cuentas es realmente lo esencial.
Paula Y. Valdez para Flama
Foto: Pablo Lorente