Incomparable la majestuosidad de Estrella Morente en el Festival Milnoff 1922 de Granada

La entrada de una estrella en el cielo no es casual, aparece para formar parte del mosaico en el tapiz del olimpo. Clama al cielo su voz, su bata de cola azul, con madroñera goyesca con unas pocas flores blancas y rojizas, tal y como se presentó en la inauguración del Festival Milnoff 1922 de Granada. Después de las primeras canciones se pasea por el escenario con su firmes pasos, su ensimismada mirada y gestos flamencos, no necesita ni siquiera respirar para transmitir su fuerza interior. La banda realza su valentía, entre la dulzura de las flautas traveseras y la resonancia estremecedora de los vientos metales. Estrella Morente destapa la magia que envuelve la copla en una noche dedicada a su tierra.
Después de una primera parte sale fuera del escenario y, como una leve nube de verano que tapa parte de las luces en el firmamento, se deja paso a una parte instrumental que comienza con un piano calmado bajo unas visuales al fondo del escenario con las principales figuras de la copla intercalando sus miradas. Sigue un intercambio de melodías entre instrumentos por parte de La banda de la Morente, como cariñosamente dicen de ella. Con las notas del piano se disipan las nubes y se ve de nuevo aparecer a la cantaora granadina: esta vez su canto es de plata. Parece fácil su elegancia, su naturalidad española, su desparpajo andaluz. Un reflejo de Estrella Morente solo puede ser de raíz, de una singularidad española en la que se vislumbra un imaginario que traspasa pasado y presente.
Con los brazos en jarras y el torso erguido, saluda y se coloca junto al piano. Cada pose es una postal de museo. El drama invade su voz. Se mantiene con talante en cada giro armónico. La banda llena de colores sus quiebros y los silencios son aprovechados por los asistentes para lanzar su mejor ole porque es una heroína en todos los guiones que represente, da igual que sea esa o aquella, la misericordia por nuestras protagonistas siempre la acompañan.
Con un interludio en donde cuatro hombres de pie en la esquina del escenario, como una imagen cinematográfica, bajo un cenital, haciendo compás con los nudillos en una mesa alta, cantando y rematando con una pataíta de baile, da lugar al cambio de escena y la colocación de las flamencas sillas de anea. Una velocidad vertiginosa introduce de nuevo a Morente por bulerías con un guiño a Carmen Amaya y a las canciones populares españolas. Con cuatro palmeros detrás y un guitarrista a cada lado, se encuentra en el centro de una reunión con una iluminación que la hace resaltar sobre sus acompañantes. Hace grande al flamenco con sus tangos de Granada y su carisma se vuelve íntimo, igual que el toque de piano que sigue a la parte flamenca.
Vuelve la banda con un crisol de clásicos del siglo XX uniendo a Albéniz, Falla y Rodrigo en una parte instrumental que, después de pasar por emotivas melodías como el famoso Adagio del Concierto de Aranjuez, desemboca en la parte final de la Danza ritual del fuego. En la cuarta entrada de Estrella vuelve a sorprender con una bata de cola negra con enaguas rojas como la roja flor en su pelo. Sin abanico que disminuya la acritud de la letra, ni peineta que suavice su penitencia, canta Pena, penita, pena.
Un largo suspirar en su voz, Soledad, majestuoso y haciendo parar a la banda antes de el último resonar de trompeta, indica las enormes facultades de nuestra protagonista de emocionar al público con largas notas quebradas. Pero todavía quedan muchos suspiros porque Estrella Morente quita el aliento en cada interpretación. La penúltima de la noche, Suspiros de España, se la dedica a quien le enseñó a amar a la copla. Si su padre le enseñó los secretos que esconde el flamenco, su abuela Rosario, quien se encuentra en primera fila y a quien canta al borde del escenario, inclinada y mostrando sus respetos, fue quien le enseñó a amar la copla. Las ovaciones son recogidas por Estrella con la música de Agustín Lara de fondo. Granada es su tierra y a ello suenan los aplausos.