**Article en français à la fin du texte Aviso a los aficionados al flamenco puro: ¡absténganse! A no ser que quieran poner su afición a prueba con la deconstrucción que se lleva a cabo en esta genial experimentación contemporánea, que no habrá dejado de escandalizar a una parte del público. El flamenco tradicional brilla por su ausencia. No se reconoce ningún palo. A primera vista, nada parece tener que ver con el flamenco, salvo el zapateo frenético de Rocío Molina, prolongación incontenible de sí misma. No sin fuerza, la guitarra flamenca apenas está representada. El encantador cante jondo sigue siendo esporádico. Las letras de cante grande de saliendo de las entrañas del Niño de Elche rara vez lo sacan del silencio de su presencia corporal. Rocío Molina no baila flamenco, o casi no baila, durante el tiempo de algunos compases, entre dos pinturas vivientes, como mostrarle al público su insolente maestría de la técnica flamenca. Para disfrutar del espectáculo, hay que aguantar todo eso y estar dispuesto a dejarse sorprender. Entonces, colándose, oculto tras el velo de la transgresión, entre los espectadores capaces de dejarse penetrar por este impresionante espectáculo, el Duende emerge, visita los espíritus, hace temblar los cuerpos. Golpea con violencia o delicadeza, según lo que nos conmueva por dentro. Primer cuadro. Luz rosa fucsia deslumbrante. Atmósfera onírica. Una silla en medio del escenario. Una tela roja yace en el suelo como un charco de sangre. Rocío Molina, en enaguas de tul, se arrastra, se sube a la silla, se aferra a ella, se funde con ella y despliega su cuerpo y sus miembros con una fuerza expresiva y polisémica que evoca la apertura de una flor, la embriogénesis o el florecimiento de un deseo sexual al acecho. La bailarina lucha contra la fuerza de una repetición que la empuja al suelo. Sin fin. El coreógrafo escenifica y se burla de la restricción que impulsa la repetición eterna en la búsqueda frenética del placer, ya sea sagrado o profano. Su cuerpo se despliega, se contorsiona, se retuerce y se presenta al revés, como si anunciara la subversión que a lo largo del espectáculo hechizará o molestará al público, claramente dividido. Rocío Molina es grácil, sensual, a veces, deliberadamente grotesca. El violinista que la acompaña cuando cae como un niño que se aferra en vano a su objeto. La bailaora cae una última vez. También la silla. Como si este primer acto presagiara la decadencia del objeto del deseo de la artista, que seguirá eludiéndola durante toda la representación. Esta carrera del deseo en busca de un objeto se integra a continuación en una serie de cuadros sensoriales, musicales y simbólicos, que llaman la mente tanto como excitan la carne, invitándonos a hacernos uno con la artista mientras explora su deseo, lo siente, lo palpa, lo ata y lo deja escapar de sus dedos. Piano, violín, cantos litúrgicos y arreglos electrónicos estructuran este universo onírico, con sabor a sangre y olor fantasmal a incienso. El Niño de Elche, impasible con su túnica morada de hombre de iglesia, es atado metódicamente a una silla, con las manos juntas en señal de oración. Se transforma en un verdugo dócil y abandonado, poseedor de sus propias ataduras, que se ofrece a Rocío Molina, vestida toda de rojo. Ella le desprecia, le manipula, le domina y le atesora al mismo tiempo. Las primeras toses nerviosas, teñidas de inquietud, se oyen en el público, incómodo ante una larga escena de bondage. Las toses se hacen cada vez más fuertes, a medida que los hilos del sujeto y del objeto, de la mujer y del hombre, se enredan, se anudan y se desatan en torno al cantaor, rodeado de la serenidad de un niño dormido. Los papeles se invierten. Rocío Molina se arrodilla ante el objeto capturado, lo abraza y se retira. Tras la exploración del deseo sádico se esconden la ternura y la complicidad. Hay que esperar al siguiente cuadro para que el cantaor revele una voz suave, frágil, casi callada, mientras se desata en silencio, antes de sacar los acordes de una guitarra que ya no esperábamos. También el flamenco se libera. El abrazo de una guitarra salvaje y la voz animal del cantaor llevan a Rocío Molina a un trance, entre el torbellino de un derviche y el cuerpo poseído de una histérica. Suprime el deseo y vuelve galopando. «Se lo achacaba a mi cuerpo«. El cuerpo deseante es señalado como culpable. Ese cante, que despertaría a los muertos, pone la piel de gallina a los vivos. Asi se entiende la fuerza del título del espectáculo. Los coristas desfilan encapuchados como penitentes. Su presencia como fantasmales ángeles grises prepara el escenario sonoro y visual para una metamorfosis en la que Rocío Molina se encoge de la figura de una bruja a la de una niña, para acabar como el insecto de Kafka, la criatura aprisionada en una cesta gigantesca. A costa de una lucha carnal demencial, consigue zafarse de su yugo de mimbre para seguir al cantaor que le tiende la mano. Entonces baila, con las piernas desnudas, la cabeza encerrada en su grillete de mimbre, soltando sus tacones, mientras Niño de Eche canta. En definitiva, Rocío Molina desecha la estructura, evocadora de códigos tradicionales, a costa de convulsiones epilépticas. La bailaora resurge de sus cenizas, recobra su vigor, provoca el cuerpo de su acólito, se desliza sobre él, se frota contra […]